El Jardín de San Francisco

El Jardín de San Francisco

miércoles, 11 de abril de 2018


Con frecuencia, al acabar el día, sientes que te pesa el ruido, el ajetreo de la jornada vivida intensamente, el cansancio... y, en muchas ocasiones, el vacío interior. Es el momento de entrar en lo profundo de ti mismo y dar sentido al día que has vivido. Cinco minutos nada más, vividos en el corazón de la noche, en silencio y el sosiego. Cualquier plegaria hecha en el medio de la noche se convierte en potente foco capaz de iluminar tanto despiste como experimentamos durante el día. Es el momento de abandonarse confiadamente en las manos del Padre, pasar la página del que hemos vivido y sentir que todo nuestro ser descansa en Dios, orar en estos momentos nos proporcionara el descanso que nos permitirá afrontar el nuevo día

Palabra de Dios (Lc 6,12; Lc 5,15)
“Por aquellos días fue Jesús a la montaña a orar, y pasó la noche orando a Dios. Su fama se extendió mucho, y mucha gente acudía para oírlo y para que les curase las enfermedades. Pero él se retiraba a los lugares solitarios para orar”.


Un día, los primeros compañeros le rogaron a san Francisco que les enseñase a orar, pues, caminando en simplicidad de espíritu, no conocían todavía el oficio eclesiástico. Y él les respondió con las palabras de Jesús: «Cuando oréis, decid: "Padre nuestro..."» (cf. ParPN), y les enseñó también la oración: «Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo» (Test 5; 1 Cel 45).
Esta respuesta, es una prueba más de que san Francisco tiene siempre en su mente que lo mejor es repetir cuanto ha dicho o ha hecho Cristo.
No obstante, si san Francisco fue hombre de oración, fue, si posible, aún más perfecto como maestro, porque comprendió que enseñar a orar no significa propiamente enseñar las palabras de un coloquio que no puede ser siempre el mismo, sino que, por el contrario, consiste en enseñar cómo ponerse de forma digna en presencia de Aquel que invita al diálogo, de tal suerte que Dios mismo se sienta a su vez como invitado a no dejar en alto el coloquio en ningún momento.
Los mismos que le pidieron: «Enséñanos a orar», sabían de sobra que el Santo que se retiraba con frecuencia a orar: «Deseando que Dios le mostrase cómo habían de proceder en su vida él y los suyos, se retiró a un lugar de oración, según lo hacía muchísimas veces. Como permaneciese allí largo tiempo con temor y temblor ante el Señor de toda la tierra, reflexionando con amargura de alma sobre los años malgastados y repitiendo muchas veces aquellas palabras: ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador -que son las palabras del publicano-, comenzó a derramarse poco a poco en lo íntimo de su corazón una indecible alegría e inmensa dulcedumbre» (1 Cel 26). Y de pronto, veían cómo se dibujaba sobre su rostro la respuesta de Dios.

Oración de un joven de 18 años
¿Mi oración? Es algo muy simple y al mismo tiempo muy complejo. Es hablar con Dios, darle gracias, pedirle, estar con Él, alabarle, recordarle durante todo el día. En la oración, como en la vida, se pasan temporadas de todo: gustos sensibles, sequedad, cansancio, alegría, esperanza... La oración es una vivencia del Espíritu y, como todo lo que es del Espíritu, resulta difícil concretar y a veces también de experimentar. La oración para mí es cavar en un terreno seco en el que, de vez en cuando, encuentras un manantial de agua fresca. Ese encuentro te alegra tanto, te dan tanta fuerza, que sigues de nuevo cavando y cavando aunque tardes en volver a encontrar agua.
¿Dificultades? ¡Muchas: cansancio, desánimo, falta de ganas de quedarte en soledad con Dios. Cuando las cosas van bien, es más fácil. Te siente “recompensado” por Dios. Pero cuando no obtienes lo que pides... ¡qué difícil es aceptar que ése es el plan de Dios para ti! ¿Gozos? ¡También muchos! Dios se te hace presente y un solo instante de su compañía hace que te sientas tan feliz como el que más.


  Oración:
Ayúdanos Señor a orar, 
Despierta, Señor, nuestros corazones, que se han dormido en las cosas y ya no tienen fuerza para amar.
  Despierta, Señor, nuestra ilusión que se ha apagado en ilusiones pobres.
  Despierte, Señor, nuestras ganas de felicidad, porque nos perdemos en
diversiones caducas.
  Despierta, Señor, nuestro corazón que se ha interesado y no sabe del amor que se entrega gratuitamente al pobre.
  Despierta, Señor, todo nuestro ser, porque hay camino que sólo se hacen con los ojos abiertos para reconocerte.

Si puedo hacer, hoy, alguna cosa, si puedo realizar algún servicio,
si puedo decir algo bien dicho, dime cómo hacerlo, Señor.

Si puedo arreglar un fallo humano,
si puedo dar fuerzas a mi compañero, si puedo alegrarlo con mis palabras, dime cómo hacerlo, Señor.

Si puedo ayudar a quien me necesite, si puedo aliviar algún dolor,
si puedo dar más alegría,
dime cómo hacerlo, Señor

Hoy, Señor, al comenzar este nuevo día te ofrezco todo lo que soy y lo que tengo.
Te ofrezco las pequeñas cosas que suelo hacer cada día: el esfuerzo que supone levantarse,
la rutina de vestirse, desayunar e ir al colegio,
la monotonía de las clases
y la satisfacción de estar con mis amigos.

Te presento el tiempo de estudio y trabajo y el descanso, la relación con mis padres y con mis compañeros

Gracias, Señor,
porque todo, aún lo más ordinario y cotidiano,
es una oportunidad que me das para vivir intensamente, poniendo amor en todo lo que hago.

Que al final del día, sienta la cercanía de tu presencia y la satisfacción de saber que en este día
he hecho lo que a ti te agrada y la necesidad de compartirlo contigo