El Jardín de San Francisco

El Jardín de San Francisco

martes, 14 de noviembre de 2017

Padre eterno, hoy despierto feliz y lleno de ilusión, porque Tú estás conmigo, y si Tú estás conmigo, jamás nada habrá de faltarme. Hoy quiero ver al mundo con ojos llenos de bondad, comprensión, amor y humildad.
Quiero tener mi mente llena de pensamientos que solo construyan y bendigan, quiero que estés junto a mí en cada momento del día y que yo te pueda reflejar en cada uno de mis actos.
Hoy despertaré para cumplir con mis obligaciones lleno de alegría y confianza, pues Tú Señor, me has dicho que tenga fe y que siembre con ilusión y esperanza, pues la semilla que hoy he de plantar, pronto va a germinar y será mi gran cosecha.
Señor, Te pido que me cuides y me protejas de todo mal y peligro. Por favor se mi escudo, mi lámpara y mi guía. Te pido también que tu bendición descienda sobre mi familia, mis amigos, sobre mi trabajo y sobre mi país. Qué alegría es poder encomendarte todo lo que amo y cuan maravilloso es saber que mis oraciones siempre encuentran respuesta en Ti.
Y cuando llegue la noche, por favor llena nuestro hogar de esperanza y alegría, y si tu gracia nos da la dicha de un nuevo despertar, te pido que sigas acompañándonos, guiándonos y bendiciéndonos durante cada nuevo día de nuestra vida, porque cada día que pasa necesitamos más de Ti,.

Lucas 17:11-19
De camino a Jerusalén, Jesús pasaba por los confines entre Samaría y Galilea, y al entrar en un pueblo, le salieron al encuentro diez leprosos. Se detuvieron a cierta distancia y gritaban: «Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros». Jesús les dijo: «Vayan y preséntense a los sacerdotes». Mientras caminaban, iban quedando sanos. Uno de ellos, al verse sano, volvió de inmediato alabando a Dios en alta voz, y se echó a los pies de Jesús con el rostro en tierra, dándole las gracias. Era un samaritano. Jesús entonces preguntó: «¿No han sido sanados los diez? ¿Dónde están los otros nueve? ¿Así que ninguno volvió a glorificar a Dios fuera de este extranjero?» Y Jesús le dijo: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado».
Hoy, Jesús pasa cerca de nosotros para hacernos vivir la escena mencionada más arriba, con un aire realista, en la persona de tantos marginados como hay en nuestra sociedad, los cuales se fijan en los cristianos para encontrar en ellos la bondad y el amor de Jesús. En tiempos del Señor, los leprosos formaban parte del estamento de los marginados. De hecho, aquellos diez leprosos fueron al encuentro de Jesús en la entrada de un pueblo (cf. Lc 17,12), pues ellos no podían entrar en las poblaciones, ni les estaba permitido acercarse a la gente («se pararon a distancia»).
Con un poco de imaginación, cada uno de nosotros puede reproducir la imagen de los marginados de la sociedad, que tienen nombre como nosotros: inmigrantes, drogadictos, delincuentes, enfermos de sida, gente en el paro, pobres... Jesús quiere restablecerlos, remediar sus sufrimientos, resolver sus problemas; y nos pide colaboración de forma desinteresada, gratuita, eficaz... por amor.
Además, hacemos más presente en cada uno de nosotros la lección que da Jesús. Somos pecadores y necesitados de perdón, somos pobres que todo lo esperan de Él. ¿Seríamos capaces de decir como el leproso «Jesús, maestro, ten compasión de mi» (cf. Lc 17,13)? ¿Sabemos recurrir a Jesús con plegaria profunda y confiada?
¿Imitamos al leproso curado, que vuelve a Jesús para darle gracias? De hecho, sólo «uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios» (Lc 17,15). Jesús echa de menos a los otros nueve: «¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están?» (Lc 17,17). San Agustín dejó la siguiente sentencia: «‘Gracias a Dios’: no hay nada que uno puede decir con mayor brevedad (...) ni hacer con mayor utilidad que estas palabras». Por tanto, nosotros, ¿cómo agradecemos a Jesús el gran don de la vida, propia y de la familia; la gracia de la fe, la santa Eucaristía, el perdón de los pecados...? ¿No nos pasa alguna vez que no le damos gracias por la Eucaristía, aun a pesar de participar frecuentemente en ella? La Eucaristía es —no lo dudemos— nuestra mejor vivencia de cada día.
Por esto no queremos que termine nuestra oración sin dar gracias por todo lo que tenemos, nuestra familia, nuestros compañeros, la oportunidad de compartir este momento de oración,

“Gracias a Ti, Jesús, por ser y por estar. Por buscarme, por esperarme. Por tirar de mí, por empujarme cuando no puedo más. Por pensarme en un hogar, por hacerme hogar. Gracias por poder cuidar a otros. Por poner en mi camino risas y fidelidad. Gracias por regalarme una vida. Por la salud que pronto olvido. Por mis fuerzas, por mi pasión. Gracias, Jesús, por el mar y por el cielo. Por la noche y las estrellas. Por el campo y el sendero. Por el agua y por el pan. Gracias por las lágrimas y las cruces. Por la noche y por la luz. Por ponerme en un lugar, por mis raíces. Gracias porque te quedas conmigo, porque te puedo tocar”.